viernes, 30 de marzo de 2012

El minutario. (F: Letras libres)




Sigo sin entender por qué el derecho a votar y ser votado –que se supone que garantiza la Constitución (que a su vez se supone que es la mandona)– está sujeto al requisito previo de pertenecer a un partido político. Sí, ya sé que hay leyes y reglamentos y estatutos y normativas, pero también se leer y ahí en la Constitución (artículo 35, fracción II) dice “derecho a votar y ser votado”. ¿Sí? Pusnó.


La prerrogativa del ciudadano a votar y ser votado pasa por el requisito previo de pertenecer a un partido político. Me parece discriminatorio: se establece que hay diferentes tipos de ciudadano, los que pertenecen a un partido y los que son honrados. No pertenecer a un partido debería ser requisito, antes que obstáculo, para poder ser votado.


Que así sea pone de manifiesto que los políticos partidarios se han constituido en una clase superior, por encima de las otras y con dominio sobre ellas. Unas “instituciones de interés público” que se caracterizan por ofender el interés del público y privilegiarse ante él. Una clase que, para agregarle al asunto una ironía infame, convierte la promesa de erradicar las diferencias de clase en la mercadería esencial de su negocio. Buscar un cargo de elección popular supone de entrada ingresar a esa élite inepta y hacerse de privilegios no populares.


Los partidos se han convertido en una plutocracia dentro de la democracia. Son los caseros de la vecindad. Se han encaramado sobre el resto de la ciudadanía y se han abrogado derechos de los que el resto de los ciudadanos estamos privados.


Como en un contrato leonino calculado para ingenuos, resulta que la frase “votar y ser votado” tiene asigunes. Se preserva el derecho a votar –pero sólo por ellos– mientras que el derecho a ser votado supone la previa obligación de sumarse a ellos. Hay una simetría enfadosamente rota en este asunto: el derecho a votar libremente no se equilibra con el derecho a ser libremente votado.


Que los partidos posean el monopolio de la elegibilidad a los cargos públicos es un privilegio que inserta una diferencia humillante en la conciencia que el ciudadano tiene de su libertad. Si poder ser votado es, en teoría, la expresión democrática por excelencia de mi libertad ciudadana, condicionarla a la pertenencia a un partido la somete a una previa pérdida de libertad. Es como si mi derecho a buscar la felicidad se condicionase a mi membresía en un sindicato o iglesia. Es reconocer una libertad sólo en la medida en que prescinde de su valor como valor individual. Y en tanto que ser votado es una libertad individual legítima, el verse obligado a quitarle lo individual para que siga siendo libertad, arrasa también con su carácter legítimo. La inteligencia y la libertad individuales, pasadas por el molino de los partidos, no tardan en producir una pasta homogénea, sumisa, interesada. Las libertades individuales se convierten en coros que loan líderes a cambio del derecho a ser votado. No extraña que las mejores inteligencias de México hayan huido de la sumisión a los partidos. 


Al decirle que no a las candidaturas independientes, los usufructuarios del poder electoral afrentan a quienes preferimos que nuestra libertad sea individual y no parte de una servidumbre a partidos cada vez más caricaturescos. Es un “no” que se suma al resto de los fueros y privilegios que hacen de los militantes de los partidos ciudadanos tan de primera clase que pueden ser votados por los de segunda, pero no al revés.


La respuesta es tediosa: súmese usted a un partido y trabaje desde adentro para llegar al poder. Una vez ahí, lance una iniciativa para cambiar la ley electoral y se permita a los ciudadanos ser votados sin requisitos idiotas. No tardará en saber con Lord Halifax que las personas ingresan a los partidos por ingenuos, y luego es la vergüenza lo que les impide abandonarlos. 

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