El único premio literario que se me ha otorgado fue el “Premio Villaurrutia de escritores para escritores” por mi libro Un corazón adicto: la vida de Ramón López Velarde, que fue un presuroso encargo del Fondo de Cultura Económica para celebrar el centenario de ese poeta (que nunca recibió un premio). Esto fue en 1989. Tenía 39 años.
Fue inesperado y gratificante. Ya sé que esto es lo que se suele decir, pero también, a veces, es lo que se puede sentir. Lo sentí porque jamás se me hubiera ocurrido merecerlo. En ese entonces el Premio Villaurrutia no contaba con financiamiento público, así que me dieron un diploma y una suma diminuta que nos dividimos Carmen Boullosa –que también fue premiada ese año– y yo.
No recuerdo quiénes estaban en el jurado aparte, creo, de Alí Chumacero. Como Chumacero conocía como pocos la obra de López Velarde me sentí aún más premiado. Y como Chumacero y yo no éramos amigos, más aún. En la ceremonia me dio un abrazo y me dijo al oído: “Buen libro, muchacho, buen libro”. Ese fue el premio. La ceremonia fue en el Museo Tamayo. Antes de que comenzara, vi pasar a Octavio Paz, al que apenas conocía. Lo saludé y le pregunté, con absoluta ingenuidad si estaba ahí para ver la exposición. Me miró como si fuera yo un idiota.
La siguiente vez que recibí un “reconocimiento” fue el año pasado: el homenaje al periodismo cultural que lleva el nombre de Fernando Benítez y otorga la Feria del Libro de Guadalajara. El jurado, me explicaron, lo constituían los homenajeados anteriores. Entre esa docena de nombres la mitad seguramente hubiera preferido darme no un premio, sino una guillotina para que me la llevara puesta. Obviamente no hubo unanimidad. Doble premio. Esta vez la bolsa no fue diminuta, sino inexistente. Triple premio.
Cuando estaba al frente de la Fundación Octavio Paz, hace años, había un comité de varias personas encargadas de seleccionar, con enorme escrúpulo, a los cinco jurados que otorgaban el “Premio Octavio Paz de poesía y ensayo”. Seleccionar un jurado de calidad era arduo, pues era un premio nuevo y los mejores posibles jurados podían ser también premiables. Me enorgullece que los jurados hayan actuado siempre con buen juicio y en absoluta libertad.
La primera vez que se otorgó ese premio, presidió el jurado Octavio Paz, ya muy enfermo. La sesión fue rapidísima. Se cumplió la formalidad legal del acta y apenas inició el debate, Octavio sacó un papelito de la bolsa con su voto: Gonzalo Rojas. Unanimidad. Fin del asunto. Pero era imposible mayor tino, y mayor objetividad.
Gabriel Zaid publicó hace poco “Claridad en los premios”, una reflexión pertinente para que los premios literarios sean creadores, para que aporten “una perspectiva inédita” a las obras, para que “animen al premiado y a la comunidad lectora en una dirección significativa”, y para que sean verosímiles y dignificantes. Deben leerlo los escritores y jurados pero, sobre todo, estudiarlo las instituciones que los otorgan, en especial las públicas.
Creo que es esencial, como propone Zaid, que la selección de los jurados y su proceder –sobre todo si hay dinero público como premio– se someta a escrutinio. No es difícil, gracias a la internet: se discute en una teleconferencia y queda constancia de todo el proceso: desde la selección del jurado hasta la redacción del acta. (Además puede haber jurados en todo el mundo: cuesta menos y hay menos grilla secreta.) Esto podría fácilmente ponerse en práctica con el Villaurrutia: el jurado lo podrían conformar todos los premiados anteriores, computadora de por medio.
Y una regla esencial de fácil implementación: los funcionarios culturales en cuyas manos esté el manejo de cualquier tipo de presupuesto, deben firmar, al mismo tiempo que su nombramiento, su inelegibilidad para recibir premios mientras ostenten el cargo.
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