El anuncio formal del primer debate presidencial seguramente habrá desatado el entusiasmo en las casas de campaña de Josefina Vázquez Mota y Andrés Manuel López Obrador. Es comprensible. Primero, es un hecho que ambos ven los debates como la única oportunidad real de confrontar a Enrique Peña Nieto y tratar de sacarlo de quicio para, tal vez, robarle un buen número de puntos en las encuestas. Tienen razón. En una campaña tan breve como la mexicana, los encuentros cara a cara son de las pocas variables con el potencial auténtico de mover la intención al electorado. Pero el frenesí de los rivales de Peña Nieto se debe a algo más. La aparente falta de elocuencia del candidato del PRI parece sugerir que Vázquez Mota y López Obrador pueden, con algo de contundencia y suerte, arrinconar a Peña Nieto. Imagino los sueños más radiantes de panistas y perredistas: Peña se enreda a la hora de responder una pregunta sencilla, equivoca algún dato elemental o, quizá, se lía en un agarrón retórico con alguno de sus dos antagonistas, ambos —se piensa— mucho más dotados para el arte de la polémica. Todo este cálculo también parece justificado. En distintas ocasiones Enrique Peña Nieto ha demostrado no contar con herramientas suficientes para responder preguntas incómodas e inesperadas, sobre todo a “bote pronto”. Parece sentirse mucho más cómodo dentro del guión que fuera de él. Queda la impresión de que sabe responder con prestancia las preguntas “de cajón” pero se enmaraña si se trata de explicar asuntos mucho más mundanos. A nadie debe sorprender que sus dos rivales, ambos más cómodos y experimentados en la escaramuza verbal, vean los debates como el momento perfecto para exhibir a Peña Nieto.
Pero, cuidado: los candidatos del PAN y el PRD (y sus ansiosos equipos) pueden estar perdiendo de vista un factor fundamental en la democracia mediática moderna: la importancia de las bajas expectativas. En esto, como en muchas otras cosas, la historia ayuda. En el año 2000, en Estados Unidos, el Partido Demócrata tenía entre manos un plan similar al que ahora fraguan Vázquez Mota y López Obrador. En una contienda muy cerrada, los demócratas anhelaban el momento en que su candidato, Al Gore, debatiera con George W. Bush, el aspirante republicano. Los demócratas pensaban que Gore, cuya profundidad intelectual era y es innegable, acabaría con Bush, incapaz de estructurar una sola oración coherente, maestro solo en el arte del lugar común. Además, los demócratas confiaban en la notable carrera de Gore como debatiente. Después de todo, durante años, Gore había borrado a cuanto rival se le había puesto enfrente. El encuentro entre un joven Gore y Ross Perot en 1993 para debatir sobre el TLC era el ejemplo perfecto: en términos boxísticos, Gore había noqueado a Perot en el segundo asalto. En suma, todo parecía indicar que Gore vencería fácilmente a Bush, exhibiéndolo como un simplón sin cacumen. Tan confiados estaban los demócratas del resultado del debate, que los asesores de Gore hacían la crónica de la paliza mucho antes de que siquiera comenzara el primer encuentro. Así pues, las expectativas para Gore eran altísimas. Para el pobre Bush, condenado al matadero de antemano, eran muy, pero muy bajas.
Lo que ocurrió representa uno de los capítulos más fascinantes —y útiles— de la historia de los debates presidenciales en EU. El “torpe” Bush no lo resultó tanto. Nunca demostró una elocuencia digna de elogio, pero respondió con prestancia y humor. Gore, en cambio, se presentó como un pretencioso, suspirando y bufando tras cada respuesta de su rival. ¿Resultado? Un gran número de votantes se dijo gratamente impresionado por Bush. Un porcentaje equivalente rechazó la pedantería sabelotodo de Gore. La lección es evidente: Bush se benefició de las bajas expectativas. Tan mala fama le habían hecho los demócratas, que medio mundo esperaba que el republicano —seamos francos— simplemente rebuznara. En cambio, su desempeño digno y cálido fue suficiente como para ganar. Los equipos del PAN y el PRD deberían aprender la moraleja. Antes de continuar sembrando la idea de que Enrique Peña Nieto es un títere ignorante, panistas y perredistas deberían dedicarse a ensalzarlo; a compartir lo mucho que esperan de Peña, lo elocuente e informado que suponen será el puntero en el debate. La historia dice que deben elevar las expectativas, no reducirlas hasta el absurdo. Allá ellos si hacen lo contrario.
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