Que las apariencias engañan es algo que se pone de manifiesto muy a menudo cuando uno va a cenar por ahí, y algo que ocurre también con el Bangkok Café, el pequeño gran tailandés de Barcelona.
Es pequeño, porque tiene el tamaño de un pequeño bar de barrio, con su angosta barra y su pocas mesas agolpadas junto a las ventanas que dan a la calle Evarist Arnús. Si bien se accede desde el pasaje de Tubella, una calle peatonal con casas adosadas a ambos lados, que lucen minúsculos jardines a su entrada, y donde hay dos mesas que deben de ser una delicia con el buen tiempo.
Es grande, porque cumple la regla básica que debe cumplir todo restaurante: sorprenderme. Al menos que alguno de sus platos se quede grabado a mi memoria, que mi boca salive al recordarlo, como ocurre ahora mientras revivo la experiencia para contárosla.
Como decía, más que de un restaurante tailandés, se trata de un pequeño bar o café, como reza su nombre. No llama la atención por su diseño, pues es un sitio al que solo entraría recomendado —como así fue— ya que aunque el cartel es atractivo, el interior es bastante, como lo diría… cutre. De hecho, por momentos recuerda al clásico bar grasiento de barrio, con todos mis respetos a los bares de barrio.
Sin embargo, que no cupiera un alfiler allí dentro, me hizo pensar algo saldría de esa cocina para que tanta gente se agolpara en esas pequeñas mesas, y así lo pude comprobar en cuanto llegaron los primeros platos.
Como éramos tres a la mesa, pedimos tres entrantes y tres segundos a compartir. Para empezar: pinchos de pollo con salsa satay, rollitos nam y rollitos de gambas.
Sin duda, los pinchos de pollo fueron los triunfadores de la primera ronda. Estaban deliciosos, con salsa y sin ella. El pollo estaba ricamente marinado, y se deshacía en la boca mientras un ligero picante se hacía sitio en nuestro paladar. Maravilloso.
Los rollitos Nam, antojo de uno de los comensales desde que decidiéramos ir a cenar, fueron la mayor decepción. Eran unos rollitos de carne un poco insulsos, con una salsa de cacahuete que tampoco aportaba demasiado. Nada memorable, desde luego.
Los rollitos de gambas estaban bastante ricos, ya que en su interior, además de la gamba, había una pequeña salsa de verduras con un toque agridulce, que hacían el bocado más jugoso y agradable en el paladar. Un detalle que convierte un bocado normal en uno singular. Minipunto positivo.
Tras los entrantes, era el turno de los segundos. Los escogidos para la gloria fueron un pollo agridulce, una ternera con salsa de coco y unas verduras al wok con salsa de ostras.
De nuevo, hubo un claro triunfador ¿Adivináis cual? Pues os haré salir de dudas: la ternera con salsa de coco, que era una auténtica delicia, especialmente gracias a la salsa, que era de lo más interesante. El coco le daba un punto dulce que mezclaba muy bien con la ternera, y el ligero picante que iba ganando presencia en la boca poco a poco. Para rebañar el plato, sin duda.
En el otro de la balanza, el pollo agridulce, bastante insulso tanto por la salsa, que no aportaba nada especial —aunque nunca ha sido santo de mi devoción— como por la carne, insípida, y el triste acompañamiento de verduras. No es que estuviera malo, simplemente discreto.
En medio estaba el wok de verduras con salsa de ostras. Las verduras estaban crujientes y frescas, tal como espera uno de un wok, pero la salsa no acababa de encajar y en general resultaba un plato predecible, lejos de la deliciosa ternera.
Para terminar, con el hambre saciada por las abundantes raciones y el acompañamiento de arroz blanco —que no era especialmente bueno, todo sea dicho— era el momento de escoger un postre. La carta no ofrecía demasiadas alternativas puramente tailandesas, así que nos decantamos por el postre de mango con arroz glutinoso.
Una buena decisión a juzgar por la velocidad a la que desaparecía. El arroz estaba muy rico, era como una especie de arroz con leche, y congeniaba muy bien con el mango. El conjunto era un postre ligero pero muy dulce y sabroso, un broche perfecto para una cena copiosa y ligeramente picante.
Imagino que habréis comprendido por qué he considerado al Bangkok Café el pequeño gran tailandés de Barcelona. No es un lugar ostentoso, ni muy cómodo, aunque sí agradable, pero de su pequeña cocina salen algunos platos deliciosos, que es más de lo que pueden ofrecer muchos restaurantes de renombre.
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