El reciente y penoso incidente en el que un señor con supuesta educación y privilegiada posición económica agrede inhumanamente a un empleado por una tontería, es una murla requiere un trabajo interior para jalar la rienda a nuestra conducta, pensamientos y emociones. ¿Se puede? Claro que sí. Te platico:
- Expresarla de una manera asertiva –no agresiva– es la forma más sana de sacarla de nuestro sistema. Para esto, hay que aprender a poner en claro y con respeto aquello que pedimos.
Reprimirla implica que esta potente emoción buscará salida de algún modo, así que por lo general puede tener tres diferentes consecuencias: a) la ira se redirecciona –me enojo con la persona equivocada, en el momento equivocado–; b) se transforma, es decir, la ira se vuelca hacia nosotros mismos y es posible que se traduzca el alguna enfermedad psicosomática como hipertensión, presión alta o depresión; y c) puede llevarnos a expresiones patológicas como una conducta pasivo-agresiva o a reacciones violentas.
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¿Por qué sucede esto?
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El neurocirujano Benjamin Libet, condujo un experimento fascinante con pacientes que, despiertos y alertas, fueron sometidos a algún tipo de cirugía del cerebro. Les pidió que movieran uno de sus dedos mientras monitoreaba electrónicamente su actividad cerebral. Ahí, pudo comprobar que hay un cuarto de segundo de retraso entre la urgencia de mover el dedo y el momento presente.
Esto quiere decir que cualquier urgencia provocada por el enojo, tiene una ventana de oportunidad de un cuarto de segundo en la que podemos desengancharnos.
Un cuarto de segundo puede sonarnos muy poco pero, para el pensamiento, es una eternidad virtual. Es un tiempo más que suficiente para interpretar las cosas de diferente manera. Por ejemplo, darnos cuenta de que un sonido muy fuerte no es un balazo, que un palito entre el pasto no es una víbora o que un comentario sarcástico no tiene la intención de herirnos.
¿Por qué sucede esto?
Cuando el cerebro recibe un estímulo, a través de cualquiera de los cinco sentidos, lo dirige a dos lugares: uno es la amígdala y el otro es la neocorteza, el lugar desde donde funciona el intelecto y el espíritu.
La amígdala cerebral – encargada del procesamiento y almacenamiento de reacciones emocionales y esencial para la supervivencia– es la primera en recibir el mensaje; es muy rápida y, en un instante, nos dice si debemos atacar, huir o congelarnos. La neocorteza está más lejos y los mensajes le llegan más tarde pero, a diferencia de la amígdala, ella tiene enormes poderes de evaluación, y se detiene a considerar las cosas. Además, antes de reaccionar, la neocorteza se comunica con la amígdala para ver qué opina.
Lo bueno es que el 95 por ciento de los estímulos que recibimos llega a la neocorteza, y sólo un cinco por ciento se va derecho a la amígdala. Pero, ojo, ese cinco por ciento ¡puede crear un absoluto caos! Puede desencadenar una reacción inesperada, un comportamiento ilógico e incontrolable.
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