La torta es uno de esos democráticos placeres culinarios que en México todos hemos disfrutado. Si la quisiéramos clasificar dentro de una categoría sería la del fast food, pues se come cuando uno anda de prisa, o puede ser el fiel compañero de viaje. Un bocadito que nos salva de morir de inanición cuando estamos entre comidas y en la calle. Pero con tan mala fama que rodea al fast food, yo no me atrevería a ubicarla como parte de esa familia, porque la torta tiene características que la revisten de prestigio y la hace merecedora de nuestro respeto.
La torta es una preparación que se hace de manera individual seleccionando los ingredientes disponibles, es decir que si no hay un buen aguacate, pues no se le pone y listo. El tortero va eligiendo los ingredientes y no duda en separase de la “receta estándar” si hoy el jamón no es muy bueno o los chiles pican poco. Además, por prepararse de manera individual y enfrente de quien la disfrutará es posible cumplir caprichosas peticiones de quitarle la mostaza, ponerle más queso o desaparecer el migajón o pedir que quede la telera bien crujiente.
Una buena torta, hecha con conciencia puede ser en si un excelente, nutritivo y creativo plato único, pues su versatilidad le permite incluir alimentos de todos los grupos necesarios para tener un regalito gastronómico saludable. Pero nunca resulta ser saludable porque cuando uno empieza a apilar los ingredientes sobre la base de la telera untada con frijolitos refritos en manteca, el limite ya no lo define, ni siquiera el tamaño de la boca que la morderá.
La torta es uno de esos antojos contagiosos, es decir si uno dice que se le antoja, de inmediato los presentes, recrean en su mente su muy personal versión de torta y contestan casi al unísono, ¡A mí también se me antoja una torta! Frase que, por lo general, va seguida de un corto viaje al puesto favorito, generalmente ese que es parte de la historia personal de cada uno de nosotros. Cerca de la casa de la infancia y probablemente si la fidelidad ha sido buena, tengamos ese trato VIP que tanto se discute en los restaurantes de lujo, lograr ser reconocidos y llamados por nombre.
La relación del comensal con el tortero es algo especial, porqué ya saben lo que se dice, que las adversidades unen, y cuando uno va por una torta, por lo general es porqué se dispone de poco tiempo, porqué el hambre apremia, porqué el antojo es incontenible. En pocas palabras, mientras saboreamos la torta se convierte en el “Templo de la Gula”.
Telera, bolillo o virote en sus versiones más modestas; o baguette, panini, chapata o pan pita para lograr un look más acorde con las tendencias gastronómicas, que se empeñan en hacer gourmet, lo que ya nació delicioso, son en realidad el trigo que va abrazar el sabor de la torta.
¿Y qué de qué puede ser una torta? Basta con caminar un día por una ciudad como la de México para enterarnos, que las de desayuno son por lo general de tamal y se llaman guajolotas, se hacen acompañar de un cómplice el atole o el champurrado y se encuentras por doquier cerca de las zonas de oficinas o industriales. Es totalmente atemporal pues una buena torta se puede disfrutar durante cualquier hora del día.
A medio día abundan esas que se comen en las escuelas, dándole batalla a la comida chatarra que quiere seducir, con sus grasas, azucares y sales a los niños. Las hay de huevo con chorizo, de jamón, de salchicha y otras más, que si viene de casa puede que esté acompañada de agüita de limón, jamaica u otra. Por la tarde una buena torta cubana, esa que tiene de todo, o una de milanesa, maridaje casi obligado refresco; las estadísticas dicen que de cola. Y de ahí hasta la madrugada los puestos no dejan de vender una tras otra y de todo: queso, pierna, pibil, pavo; de lo que usted quiera, que la torta al fin y al cabo se hace en el momento y al gusto del cliente. ¡Faltaba más!
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