Este es Manolo y esta foto suya lo muestra cuando tenía unos tres años de edad. En ella, su mamá (que es la mía) lo sostiene, mientras él se esfuerza por quedarse de pie y mostrar su mano menudita.
Llegó a la vida de todos un 6 de marzo y tomó la casa, nuestras cosas y la atención de todos para él. Aprendió las cosas a su ritmo (nunca al nuestro). Caminó cuando creyó que mi mamá ya no le hacía falta y entonces se tomó de la mano de mi papá, con quien salía todas las mañanas para abrir la tiendita de la que vivíamos y sentarse al otro lado de la calle, junto a un eucalipto desde donde miraba pasar a la gente y los camiones repartidores, que en esos años eran lo único que recorría las calles de nuestra colonia.
Nunca tuvo un juguete favorito, a no ser por un triciclo negro en el que imitaba los movimientos que hacía mi papá cuando manejaba su viejo Chevrolet 67. Siempre con los pantalones caídos, no le interesaba el futbol más que para detener las cascaritas que jugábamos en la barriada y tirar un penalti, por puro gusto, para después volver a su mundo. Lo suyo era arrear con una vara a una bandada de guajolotes de los vecinos y jalarle las orejas a los perros que todos creían poco amistosos, pero que a él se acercaban sin desconfianza. Dejarlo secuestrar la televisión era poner buena cara a los maratones de El Chavo del Ocho, a las dobles funciones de películas de Capulina y toda clase de comedias de pastelazo.
A mi madre le dijeron que Manolo había nacido con hipoxia, que su desarrollo sería más lento que el de los otros niños y que no sería como todos. Pero en cierto modo se equivocaron porque su vida sí fue la de todos, quizás con la única diferencia de que él tomó sus decisiones, de modo que un día consideró que era tiempo de tomar por sí mismo los cubiertos y otro día se propuso ponerse los zapatos, así fuera en los pies equivocados.
Aunque tiene apenas tres años menos que yo, en casa es el mismo que vemos en esta foto. Ya no necesita que lo tomen del brazo para sostenerse, su vocabulario está hecho de apenas dos o tres palabras, pero fue aprendiendo a comunicarse a través de gestos y de imágenes de revistas que se volvieron un enorme catálogo de deseos y necesidades. También sabe que las cosas cuestan dinero y tiene monedas ahorradas para pedirlas.
Su vida ha sido bendecida; tiene gente que lo quiere bien, que lo llena de regalos y tonterías, pero Manolo nació en una familia de no muchos recursos, en la que ya había tres hermanos esperándolo. Durante sus primeros años, una terapeuta le dio toda la ayuda que pudo, hasta que ya no fue posible continuar.
Eran tiempos de enfrentarse a los estereotipos y la estupidez de quienes asumían la discapacidad como minusvalía.
En 1997, con el apoyo de la iniciativa privada, se organizó el primer Teletón destinado a reunir dinero para la rehabilitación de niños con discapacidad. Desde entonces, gobiernos estatales, gobierno federal, partidos y legisladores han visto en el evento una vitrina de autopromoción en la que se exhibe no mucho más que un compromiso de apoyo económico, derivando recursos públicos a manera de donativos, para que sean los creadores de estas iniciativas quienes se encarguen de la atención de los niños.
Recientemente, el Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, de la Organización de las Naciones Unidas,manifestó su preocupación por el hecho de que buena parte de los recursos del Estado para la rehabilitación de las personas con discapacidad esté siendo entregados a entes privados, lo que se interpreta como una renuncia a sus obligaciones no solo de transparencia en el uso de dinero del erario, sino a establecer líneas presupuestarias y diseñar políticas públicas que reconozcan a las personas con discapacidad como titulares de derechos.
Pocos actores como los gobiernos y los partidos colaboran el perpetuar el estereotipo de las personas con discapacidad como sujetos de caridad, pues las familias representan potenciales clientelas políticas. El documento de la ONU, sin embargo, ha servido en las últimas semanas como arma contra el Teletón, aunque lo alude en solo dos de sus 67 párrafos.
Pese a atender hoy a cerca de 75 mil niños y jóvenes, medios como La Jornada ha buscado descalificar el trabajo de la institución privada por atender a niños con y sin recursos, atendiendo a un orden de registro, mientras que sus caricaturistas han colaborado en la elaboración de panfletosmiserables que sostienen que tras los centros de rehabilitación hay un “negocio muy lucrativo”, pero cuya información está basada en “correos de estudiantes organizados que han circulado profusamente en internet”. (En días pasados, el mismo periódico difundió información falsasin corregir ni ofrecer disculpas por ello).
Los estados han dejado de atender su responsabilidad de trabajar en todos los ámbitos que requiere la construcción de un país que acepta la diferencia y han perdido por completo de vista a personas en regiones apartadas de las ciudades fuera del alcance de estas iniciativas. La ONU tiene completa razón al juzgar su pobreza política que da apenas para firmarle un cheque al Teletón y sentarse a esperar al año siguiente. Pero la opacidad con que se conducen los gobiernos locales en el manejo de recursos en pos de exposición mediática es confundida con animadversión contra las acciones cotidianas de los centros de rehabilitación.
Manolo fue un niño afortunado, que recibió toda la atención que sus padres pudieron darle pese al abandono por parte de las instancias oficiales para crear mecanismos de atención. No lee, no vota, pero la gente a su alrededor, que conforma el país que habita, ha sido increíblemente generosa con él y le permite seguir decidiendo el ritmo al que crece y al que se integra.
Es miserable y mezquino formar parte de una cruzada que pretende dictarle a los otros en qué pueden o no usar los centavos o los pesos que sobran de su bolsa. Miserable el país que habitan. Miserables sus causas.
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