En los últimos años ha proliferado la venta de fármacos con un bajo contenido en sustancias químicas, que en teoría entrañan un menor riesgo para la salud y seducen a los nostálgicos del “ungüento amarillo”. Con el paso del tiempo, sin embargo, la medicina homeopática ha resultado ser más perjudicial que la medicina convencional al conducir a una muerte segura a quienes optan por estas terapias para combatir enfermedades graves como el cáncer. No obstante, ni el agravamiento de los pacientes ni los suicidios perpetrados por los más escépticos han convencido de su inocuidad a los consumidores, que continúan medicándose con fármacos milagrosos que no provocan efectos secundarios (porque simplemente, no provocan efectos).
La homeopatía es un tipo de medicina alternativa que se sustenta sobre dos principios dogmáticos promulgados por su creador Samuel Hahneman hace 200 años. El primero de ellos afirma que una sustancia que provoca los mismos síntomas en el cuerpo que una enfermedad posee propiedades curativas de la misma. El segundo afirma que un principio activo es más eficaz cuanto más diluido esté en agua. Sus fundamentos se alejan del método científico, por lo que ha sido catalogada como pseudociencia.
La producción de los medicamentos se basa en sumergir durante horas plantas medicinales en un excipiente (agua, alcohol, azúcar) con el fin de que este “guarde en su memoria” las propiedades curativas de la materia prima. Posteriormente, esta solución se diluye hasta presentar en su composición sólo una millonésima parte de la molécula inicial. Como resultado, obtenemos un fármaco con un contenido 99% acuoso que cura el mismo síntoma en cientos de enfermedades diferentes.
Lejos de desconfiar de este preparado claramente inocuo, un 29% de la población europea se encomienda a los tratamientos homeopáticos al experimentar una cierta sensación de bienestar, bien inducida por el efecto placebo, bien por los efectos de esa dosis microscópica de principio activo. En cualquier caso, como bien sostiene la comunidad médica, decantarse por un fármaco de dudosa eficacia que puede poner en riesgo tu vida está más cerca de ser un acto de fe que de naturismo.
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