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En los próximos días se cumplirán treinta años de la muerte de Juan Rulfo y los medios dedicarán múltiples textos a su recuerdo y homenaje. Ya la semana pasada, el diario madrileño El País publicó un artículo titulado “La máquina de escribir de Rulfo”. Cuenta que se trata de una Remington Rand Nº 17, conocida como Modelo 17 o KMC, una negra mole de casi 15 kilos de hierro que se fabricó entre 1939 y 1950, y que el escritor compró el 10 de noviembre de 1953. La familia conserva la máquina, así como el mecanuscrito original dePedro Páramo, “el último material escrito a máquina por Rulfo que se conserva”.
El autor de la nota afirma que “colocada sobre la mesilla del sofá, la máquina se ve como un cubo pesado”, y se pregunta “si Rulfo podría haber escrito un libro tan sustancial comoPedro Páramo en una MacBook Air de 1,08 kilos y 11 pulgadas con tecnología WiFi”.
Con otras palabras, este interrogante ya ha sido planteadomuchas otras veces: ¿influye el soporte sobre el que uno escribe en la forma en que uno escribe?
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Walter Benjamin escribió hace ochenta años que, en la era de la reproductibilidad técnica, la obra de arte perdía su aura. ¿Se podría decir que, en algún sentido, la obra literaria pierde su aura al ser escrita en un soporte tan lábil como un ordenador? Las palabras son tan frágiles en su pantalla… Estas mismas, las de este artículo, pesan, mientras escribo, menos que el aire: podrían borrarse de un plumazo, desvanecerse, convertirse en irrecuperables, en nada.
Sin embargo, una primera paradoja nos enseña que su carácter digital las hace, al mismo tiempo, más resistentes: en apenas segundos, es posible pegarlas en otro lado y hacer múltiples copias, enviadas por e-mail o guardadas en eso que llamamos la nube. Salvo casos muy particulares —en general, descuidos que desembocan en pequeñas tragedias— ya no hay originales perdidos, en nuestros días la esposa de Hemingway no perdería sus cuentos en una maleta, ni el personaje de Kenneth Branagh vería las páginas de su novela esparcidas en el río cerca del final de Celebrity, de Woody Allen.
Pero una segunda paradoja le da otra vuelta de tuerca a esta historia y nos explica que los textos que mejor resisten el paso del tiempo son los impresos en soportes físicos. Recuerdo el pasaje de una novela de Agustín Fernández Mallo: en el futuro, creo que a mediados del siglo XXI, alguien encuentra un mensaje de mucho tiempo atrás, un CD y un pequeño papel que habla de la importancia de la información guardada en el CD. Por desgracia para el personaje, lo único que puede leer es el mensaje en el papel, puesto que ya desde hace muchos años los reproductores para compact discs no existen.
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La levedad casi insoportable de las palabras escritas en la computadora —sobre todo cuando acaban de ser escritas, antes de presionar Control + G para guardar por enésima vez el documento, cuando recién salieron de la cabeza de su autor para convertirse en píxeles en la pantalla y por primera vez ese autor puede verlas y no solo escucharlas o pensarlas, y entonces es tan fácil que se arrepienta, que crea que en realidad no eran tan bonitas o tan precisas y entonces en realidad tal vez lo mejor sea seleccionar todo y con un botoncito tirarlo a la basura y volver a empezar—, esa ligereza, digo, ¿nos hace más perfeccionistas, más exigentes con nosotros mismos? ¿Borramos, ya que es tan fácil, una y otra vez lo que escribimos hasta dar con el vocablo o la combinación perfecta?
¿Las máquinas de escribir, en las que corregir lo ya escrito era bastante más incómodo, propiciaban dejar “así nomás”, por pura pereza, una frase que estaba bien pero podía estar mejor? Parece difícil, pero quién sabe. Quién sabe cuántas veces afeamos un texto cuando creemos embellecerlo, sin saber que para los demás, y para uno mismo en otro momento, sería mejor esa frase que escribimos y borramos porque no nos gustó y ya que con el teclado es tan sencillo…
No tengo respuestas para esas preguntas. Pero me viene a la mente el consejo de Abelardo Castillo en su libro Ser escritor: “Cuidado con las computadoras. Todo se ve tan prolijo que parece bien escrito”.
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De las máquinas de escribir, en su momento, imagino que se diría lo mismo. En comparación con muchos manuscritos, los textos mecanografiados se ven tan prolijos que parecen bien escritos.
Supongo que, en realidad, toda nueva era tecnológica sustituye unos paradigmas por otros, y la nostalgia típica de cada cambio genera la sensación de que todo tiempo pasado fue mejor, y que fue mejor gracias a la tecnología utilizada. Rulfo podría haber escrito un libro tan sustancial como Pedro Páramo en una MacBook Air, pero para eso tendría que haber nacido al menos medio siglo después de cuando lo hizo, y en ese caso tal vez ya no necesitara, o no quisiera, escribir esa novela. Quién sabe. Repito que no tengo respuestas sino solo suposiciones, ni más ni menos válidas que las de cualquier otro.
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