La lucha libre en México tiene varios niveles. Las arenas de provincia son el equivalente al futbol llanero en donde desde 1933, año de la aparición de la lucha libre en nuestro país, los luchadores mexicanos se juegan la vida en cuadriláteros que no reúnen las características apropiadas para cumplir con un “brillante desempeño”, como exhortaba el empresario Carlos Maynez a los luchadores, antes de subir al ring del Toreo de Cuatro Caminos, en la década de los años noventa. Estas arenas (como la Afición de Pachuca; el Cortijo en la colonia Romero Rubio, cerca del aeropuerto capitalino; la San Juan Pantitlán; la Azteca Budokan y Arena Neza en Ciudad Nezahualcóyotl, la Apatlaco y el Pavillón Azteca, entre otras itinerantes en Monterrey, Toluca, Orizaba, Puebla o Mérida) no cuentan con lona profesional sobre el encordado y el entarimado del ring se recubre con las lonas empleadas en el transporte de carga . Esta improvisación alcanza también a los promotores, quienes para “calentar lona” programan funciones efímeras por las que desfilan gladiadores famosos, novatos, aficionados, amantes de la lucha libre y enmascarados desconocidos que dejan ver que el espectáculo del pancracio se desarrolla en circunstancias extraordinarias.
Figuras de la baraja luchística nacional como Santo, Blue Demon, el “Indio Grande” Ray Mendoza, El Solitario, Aníbal, Mil Máscaras o El “Murciélago” Velázquez, concluían sus combates, en las arenas de provincia, con la espalda lacerada. Entre gritos e insultos indistintos de adultos y niños, y proyectiles de comida y vasos de cerveza, a las arenas chicas se va a sudar sangre y adrenalina. Los usos y costumbres que imperan entre los aficionados no reconocen el fino arte del llaveo y contrallaveo a ras de lona –la estrategia precisa para quitarse una llave mediante otra que aniquile a la primera. En las arenas llaneras, el código exige vuelos, sillazos, tablazos y el uso de objetos punzocortantes que dan sentido a la conocida frase “queremos ver sangre”. Todavía hoy luchadores activos de la vieja guardia, formados en la lucha grecorromana y olímpica, comparten escenarios con gladiadores que no se dedican a la práctica profesional del pancracio pero que gozan de prestigio dentro de su localidad porque se desempeñan con eficiente nivel luchístico. Estos últimos se hablan de usted con los primeros aunque después de la batalla compartan el pan en la misma mesa.
Los luchadores improvisados solo existen sobre el cuadrilátero y no se sabe de ellos hasta la siguiente ocasión en que son contratados. Sobreviven gracias a que desarrollan múltiples tareas y porque antes de subir al cuadrilátero hacen pactos de acuerdo a la categoría y el sueldo recibido. Quienes participan en las luchas estelares o semifinales reciben el mayor pago. Los de la segunda lucha apenas alcanzan algunos cientos de pesos, mientras que los de las preeliminares no reciben pago alguno, subirse al cuadrilátero es la mejor retribución a su apasionamiento. En el caso de que alguno de estos gladiadores sangre, pierda la cabellera o le sea arrancada la máscara, previo arreglo con los “programadores”, el pago aumenta. En esta lógica luchística, entre escribas y fariseos, el código indica que nadie debe ser lastimado en extremo, aunque siempre hay excepciones.
Es posible encontrar en las arenas chicas adalides de las malas artes, como el inolvidable “Cavernario” Galindo o introvertidos luchadores que a la hora de los costalazos se transforman en infalibles depredadores de sus rivales. O en la tradición de los luchadores viriles, comoel trío “Los Dinamita”, célebre en la última década del siglo pasado (Carmelo Reyes, Máscara Año Dos Mil y Universo 2000), autonombrados como “los verdaderos reyes de la lucha mexicana”. No faltan personajes excedidos de peso, vastos de vientre y también de afecto y de empatía, a la usanza del sensacional Tonina Jackson, Tamba o Súper Porky.
En toda arena de barrio hay un Gardenia Davis, pionero de los “exóticos” en la lucha libre mexicana. El modo de rizar la melena, perfumar la piel, desinfectar al adversario y declarar públicamente la guerra a los microbios y el amor a las orquídeas, además de contar con un ballet en el escenario, puso los ingredientes para un genuino montaje escénico que ensayaron otros exóticos como Adorable Rubí, Pimpinela Escarlata, My Flower´s, Ruddy Reyna, Casandro y, recientemente, Máximo. A ese ensayo del odio en el cuadrilátero, siempre responde a golpes, un tosco macho gladiador. La polémica que encendía el Charro Aguayo para aniquilar el andar de Gardenia Davis, mediante desplantes de hombre hecho un energúmeno, después la hicieron suya Sangre Chicana, Emilio Charles Jr., Satánico, Pierroth, entre otros. Comentario aparte merece la incursión femenina en las arenas llaneras. Es conocida la censura, discriminación y animadversión de los varones luchadores porque, en un tiempo, las mujeres aparecían en el cuadrilátero con exceso de peso e imagen poco femenina. Aunque se tardaron en lograr reconocimiento, las mujeres hoy son legión en las arenas de lucha. Cabe recordar que durante muchos años la lucha femenil estuvo prohibida por disposición del entonces “regente de hierro”, Ernesto P. Uruchurtu, cuando el novelista Luis Spota presidía la Comisión de Box y Lucha del Distrito Federal.
En la memorabilia sobre las arenas llaneras aparecen cargadores, voceadores, locatarios de mercados y boleros, entre los tipos populares que dan vida al mosaico de luchadores improvisados: gordos, enanos, aprendices, damas y “exóticos”. El público se regodea del porte y físico del luchador, villano o héroe, desnudo de ropa, porque pone en entredicho las reglas del honor, como en la vida real, y el espectáculo incorpora al fanático como el director de escena que entre señas indecorosas y oraciones imperativas y malévolas construye un satisfactorio clímax colectivo. Con gran acierto, Salvador Novo se refería a este espectáculo como “las luchas libres”, porque cada función devela luchadores que son actores populares en más de un sentido teatral.
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