La semana pasada me quedé con que el primer paso para una campaña efectiva de promoción de la lectura consiste en preguntarse seriamente para qué queremos que la gente lea más.
Para intentar una respuesta, empiezo con un comentario que alguien que firma como “Olivia” dejó en el blog la semana pasada:
Creo que la mayoría de las campañas de promoción de la lectura operan desde el mismo criterio moral: leer es bueno, por lo tanto promocionar la lectura es algo bueno. Si la literatura es una de las bellas artes, hacer que la gente se acerque a los libros es un actividad noble sin lugar a dudas.
Aceptar esto es fácil. Lo que falta, sin embargo, es explicar por qué pensamos o por qué se supone que tenemos que pensar que leer es algo bueno y por qué debería preocuparnos como sociedad que la gente lea más. Sin esta preocupación, las campañas se concentran en muchas otras cosas: en el tiempo de la lectura (lee 20 minutos al día), en la relación afectiva entre lector y libro (enamórate de un libro/personaje), en la construcción de metáforas alrededor del acto de la lectura (tipo: leer te da las alas, leer te abre los ojos, etc.) y en la presentación de la lectura como imperativo
¿Por qué debería uno estar exactamente allí y no en cualquier otro lado? ¿Por qué debería uno leer y no hacer cualquier otra cosa?
Temo que este tipo de interpretaciones de la lectura estén basadas en un malententido: confundir el aspecto material de la literatura con la literatura misma. Es decir, que al promocionar la lectura confundimos el objetivo y terminamos promocionando la compra, el intercambio o fetichismo por los libros. Por eso el ejemplo que sigue no viene de un libro, sino de una película.
En algún momento hacia la mitad de la película Temporada de patos (2004), dirigida por Fernando Eimbcke, un par de adolescente se niegan a pagar una pizza que llegó, según ellos, unos segundos más tarde de lo debido. El repartidor se niega a irse y la discusión y el tedio provocan que se llegue a los golpes.
El repartidor, Ulises (Enrique Arreola), arrepentido por la situación decide contarle su historia a uno de los jóvenes: un tipo de provincia que vienen a la ciudad a estudiar veterinaria, se gradúa y no puede volver porque se ve obligado a cuidar a su tía enferma Pierde a la novia, pierde su trabajo, y su única oportunidad consiste en trabajar en una perrera, en la que finalmente termina asesinando perros. Devastado por la violencia, renuncia y se convierte en repartidor de pizzas. La historia es, de algún modo, una justificación o explicación de lo que ha pasado, pero también es el prólogo para otra historia, la que explica el plan del repartidor para salir de la ciudad de México y volver a su tierra:
“Un día me compré una pareja de pericos de cabeza amarillo de esos que hablan, ¿no? Y de repente como a los dos meses, tuvieron crías. Salieron como seis o siete periquitos, ¿no? Entonces se me ocurrió la idea de venderlo. Pero como el cuarto en el que estaban estaba muy frío, que se me mueren. Lo más gacho es que también se me murió la parejita. Pero luego luego yo me di cuenta de que era un negociazo… Con lo que reciba de aguinaldo en diciembre, me vuelvo a comprar una parejita. Pero como los voy a comprar en diciembre, ya tendría que haber ahorrado para ponerle calefacción al cuarto, ¿no? Entonces, ya con la calefacción y la parejita, tengo que esperar dos meses para que entren en celo. Y ojalá que la hembrita sí quiera…, aunque generalmente sí quieren, ¿no? Entonces así de un jalón salen seis o siete periquitos. Entonces tengo que esperar un mes más para que crezcan, y ya más creciditos cada uno lo puedes vender en 2000 o 2500 dependiendo de dónde lo coloques. Entonces fíjate, tengo que ahorrar dos meses para la calefacción, ¿no?, tengo que esperarme hasta diciembre para lo del aguinaldo, dos meses para que se crucen, un mes para que crezcan, y ya con esa lana, me traigo a mi tía Eugenia para que venga a cuidar a mi tía Lucha Elena y yo me regreso a San Juan." (mins. 45-47)
Lo que me interesa de los dos momentos es que se enfatiza el hecho de que 1) la gente tiene historias que contar y 2) que esas historias pueden unir la brecha que genera la indiferencia o aliviar el estado general de violencia y agresión que se vive cotidianamente.
¿De qué va todo esto?
El aspecto principal de la lectura en el que tendría que basarse una campaña de promoción es básico: las historias. El tipo de lectura que se promociona no es, por ejemplo, la lectura universitaria o académica, informada por crítica, teoría o historia de la literatura (en el mejor de los casos), sino un tipo de lectura basado en eso que es lo más inmediato y reconocible para un público no lector: la trama que al nivel más rudimentario genera empatía o antipatía en el lector. Las historias, en la versión optimista de esto, ayudan reconocer al otro como individuo, justo como sucede en la película.
El problema que esto supone es que hemos dejado de hablar de literatura y ahora se está hablando de historias, y que las historias no son algo que encontramos esencialmente en libros. El primer presupuesto de la promoción de la lectura tendría que referirse a esto: se puede leer tanto como se puede hacer cualquier otra cosa. Si partimos de este supuesto, la lectura pierde su halo imperativo y se convierte en una posibilidad que, aprovechada, nos enseña a escuchar y permite que nos reconozcamos en los otros.
El segundo presupuesto sí se refiere específicamente a literatura: la gente ideal para promocionar la lectura son los lectores. Uno se encuentra con historias en todos lados: en la televisión, en el cine, en las reuniones familiares, en los discursos políticos, en los pretextos que pone la gente para faltar al trabajo, para no entregar algo a tiempo, para engañar a la pareja. La diferencia entre este tipo de historias y las historias que uno se encuentra en los libros, cuando los libros son buenos, es que las primeras consisten única y exclusivamente de lugares comunes puestos en escena por arquetipos, mientras que la literatura presenta matices y personajes. Se trata, en general, de la oposición entre rodearnos de historias conocidas contadas de la misma manera, o de historias conocidas contadas de diferente manera. Esa diferencia es fundamental a la hora de juzgar historias.
Más que frases cursis o publicitarias, la transmisión de estas historias, o la transmisión del gusto, necesita de gente que lo haya experimentado. Pienso, por ejemplo, en los dos primeros párrafos de este texto donde la poeta Sara Uribe cuenta cómo fue que comenzó a escribir versos y que cuentan, primero, cómo fue que empezó a leer literatura. Estas narraciones son la mejor herramienta que tienen los interesados en promocionar la lectura por varias razones: porque el relato es personal, y por lo tanto único; porque su intención no es convencerte, sino compartir; porque entiendes que la lectura tiene un impacto real en la vida de los otros; porque el gusto se contagia, y no se puede contagiar lo que no se tiene.
Leer no nos hace buenas o mejores personas, y nada va a cambiar realmente si leemos veinte minutos al día o tres horas. El efecto de la lectura del que estoy hablando puede darse si uno lee y relee el mismo libro durante toda su vida, o si solo lee uno o cien libros al año. Las estadísticas fallan en reducir este efecto de las historias en la gente, que consiste, para reducirlo a algo, en la sorpresa que causa el darnos cuenta de que algo asumido tiene un lado que jamás habíamos considerado. Para intentar darle la vuelta al lugar común: leer no abre los ojos de nadie, pero si ayuda a que nos demos cuenta que ya los teníamos abiertos.